Punteros políticos y vida social

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El papel de los punteros en la política suele tener mala prensa. Se lo asocia al “clientelismo” y a prácticas poco democráticas.

El papel de los punteros en la política suele tener mala prensa. Se lo asocia al “clientelismo” y a prácticas poco democráticas. A la vez, diversos análisis sociológicos han rescatado su funcionalidad en diversos aspectos. Los punteros manejan afiliaciones que en una elección interna se pueden traducir, o no, en votos para los referentes a los que responden. Lo triste es que se manejan con los mas vulnerables.

Lo peculiar con el fenómeno de los punteros es que instalan un vínculo político en una matriz interactiva que podría no estar –y muchas veces no está– politizada. Eso no es exclusivo de los ambientes de la pobreza. De hecho, siempre ha habido punteros políticos, en la Argentina y en muchas partes, no solamente entre los pobres. Tengo delante de mí un texto ilustrado de Inglaterra a mediados del siglo XVIII, que describe como algunas personas en una taberna sobornaban a otras para conseguir su voto en una elección local. Un voto más significa mucho para un político, y concederlo a veces significa poco para el votante. Por otra parte, si bien suena aberrante que alguien use dinero del fisco para distribuir bienes que serán apropiados quienes los reciben, hay que admitir que el límite entre lo público y lo privado es algo difuso. Cuando los vecinos de un barrio de clase media o alta obtienen del gobierno que gaste más en los espacios públicos de su barrio que en otros lugares, los bienes que el gobierno genera –pavimentos, alumbrado, semáforos, plazas– son públicos, pero no hay duda que los votos de ese barrio no serían los mismos si ese gasto se aplicase a otro barrio. Ni qué decir de las leyes que devalúan, establecen protecciones arancelarias, gravan o desgravan consumos, y tantas otras.

Los punteros sostienen una estructura de interacción social que, en la política, es la base de la comunicación persona a persona con votantes de carne y hueso. Eventualmente, contaminan el voto con algunos aspectos prebendistas irritativos; pero a la vez dan respuestas a demandas insatisfechas, que no son solamente zapatillas o, para los más afortunados, heladeras o televisores; son también atención médica, iluminación en las calles, provisión de agua o protección ante la arbitrariedad de los funcionarios del Estado –policía, jueces, otros–. Hace años tuve oportunidad de observar en Uruguay cómo funcionaba la estructura política territorial del “pachequismo”, una corriente interna del Partido Colorado que cultivaba el voto de los de abajo. Las redes sociales del pachequismo no incluían solamente punteros comiteriles, sino también a médicos u otros agentes de salud y a líderes locales de distinto perfil. Todos ellos eran útiles para la comunidad, y eventualmente la política se insertaba en esa relación y la capitalizaban.

La gente que menos tiene no demanda solamente teléfonos celulares –como hace unos días sugirió nuestra Presidenta–. Demanda muchas cosas, como todo el mundo, y algunas de ellas no se obtienen en el mercado aun cuando se tenga algo de dinero disponible. Son bienes menos tangibles pero esenciales en la vida de cada uno: relacionamiento, pertenencia, cohesión, contención, protección ante un mundo hostil, comunicación. Todos necesitamos esas cosas. Algunos, a veces, las encuentran en la relación que establecen con los punteros políticos. Es mejor que nada.

Y, otra parte, eso nutre a la política de demandas de personas reales, algo que ni la televisión ni las encuestas pueden reemplazar.

Es eso que en su posterior indagación sobre la verdad, el peronismo terminó excavando en su propio jardín trasero y tapando velozmente el pozo que abría: muchos de esos mismos punteros son quienes les garantizan un electorado cautivo en asentamientos carenciados y zonas marginales. Sin esos caciques, algunos barones no podrían ganar comicios ni controlar el territorio.

No es posible analizar a fondo la insólita violencia que caracterizó estos meses de doble campaña electoral sin señalar la profunda metamorfosis que experimentó la red de punteros políticos durante la «década ganada». Narcos, barras bravas, militantes armados, disparos, emboscadas, internas dirimidas a palos. Esas palabras, que unen a la política con la patota, se filtraron entre los discursos de superficie, y fueron mostrando flashes de un inframundo oscuro y cruel, financiado en partes iguales el erario y el delito. La Argentina es una novela negra.

Quienes tuvieron alguna vez trato directo con los punteros aseveran que antes eran meros facilitadores comiciales: cobraban importancia vital cada dos años y funcionaban como polea de transmisión del asistencialismo. En esta década se consolidó un clientelismo feroz bajo la praxis de la billetera y el látigo: comprar y apretar, los verbos del momento. Esa consigna se transformó en cultura, y convirtió a muchos punteros en mercenarios sin identidad con pluriempleos en el terreno de la extorsión. El asunto de la identidad es interesante. Cualquiera puede imaginárselos como entusiastas de Perón y Evita, pero se trata de una postal del pasado: hoy sólo son devotos del Gauchito Gil. Si los radicales les dieran lo que exigen, se pondrían la boina blanca y asistirían a sus comités con la misma vehemencia con la que acompañan las marchas del Frente para la Victoria.

El nuevo puntero no se contenta con lograr dinero en épocas eleccionarias; ahora ofrece servicios todo el tiempo: corta rutas, toma edificios, alquila muchachos ásperos a terceros para «solucionar problemas», mantiene relaciones naturales y comerciales con los clubes de fútbol a través de las barras, participa en la tercerización de la represión y sostiene una presión constante sobre los «minigobernadores». Antes el intendente podía ser su patrón, hoy es el socio a quien debe psicopatear permanentemente para arrancarle recursos. Muchas veces, el puntero le pide incluso al jefe comunal que «la cana no moleste en el barrio», y entonces el político le ordena al comisario que se abstenga. Esa inmunidad que algunos barrios marginales tienen resulta muy valorada los narcos: es eso que la cotización del puntero subió mucho en estos años durante los que el país fue deslizándose dramáticamente hacia el contrabando y consumo de estupefacientes a gran escala. Comprar a un puntero en estos días resulta mucho más caro que antes de 2001. La mafia en América comenzó con un grupo de inmigrantes que decidió organizarse para proteger y defender a una comunidad que no era respetada la población ni contenida el Estado. Más tarde, una sociedad de socorros mutuos fue mutando en una gavilla y luego en una organización criminal.